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Hubo un momento en el que perdí la cuenta de cuántas horas llevaba montada en aquel todoterreno. Los últimos días habían sido duros: habíamos hecho un intenso viaje desde Adís Abeba hasta el valle del Omo para luego volver a subir por carretera hasta Gambo. Ahora continuábamos con nuestra ruta, pero esta vez hacia el norte. Nos esperaba una de las zonas más áridas e inhóspita del país. El lugar donde el agua escasea, donde la pobreza real está latente y, por ende, la malnutrición más azota a la población. Quedaba poco para llegar a Afar y el camino así nos lo avisaba: hacía kilómetros en los que todo lo que nos rodeaba se había convertido en desierto.

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Los camellos, en absoluta libertad, se cruzaban tranquilamente en nuestro camino. Sin prisas, continuaban con su ruta hacia un infinito en el que solo se atisbaba arena. Cada cierto tiempo eran impalas los que aparecían corriendo por las dunas, huyendo posiblemente del ruido que producía el motor de nuestro coche. De vez en cuando, a los lados de la carretera, grupos de niños gritaban y agitaban sus brazos llamando nuestra atención. A una distancia prudente veíamos pequeñas chozas o cabañas: eran los hogares de las familias nómadas de la zona de Afar, acostumbradas a construir y desmontar sus casas cada poco tiempo según lo dictaban las necesidades del ganado.

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Se trataba de la vida en el desierto. O, de algún modo, de la supervivencia en él. Porque para sobrevivir en un espacio como aquel hace falta luchar contra todo tipo de adversidades: la falta de agua, la escasez de alimento, las tormentas de arena y el sofocante calor. En un momento dado paramos el coche a un lado de la carretera y nos bajamos de él para acercarnos a una de aquellas pequeñas chozas. Descubrimos que en su interior podía llegar a convivir toda una familia de hasta 9 miembros. A base de organización repartían el espacio como podían: unos pocos metros cuadrados en los que dormir, comer, cocinar y asearse. Costaba trabajo imaginarlo.

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Las botellas de agua vacías se amontonaban a un lado. Varios camellos, propiedad de la familia, pastaban con tranquilidad en los alrededores de la débil cabaña. Uno de los miembros más pequeños se encargaba de ordeñar a las hembras para después introducir la leche, con una maña asombrosa, en las botellas de plástico. Ese era su verdadero tesoro: la mercancía con la que comerciar y ganar dinero para vivir. Para sobrevivir. Para seguir adelante. Hoy están aquí y mañana estarán más allá. La vida nómada puede resultar muy dura.

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Las primeras horas en Asayta, una de las localidades de Afar, me descubrieron un pueblo de los más rurales que he conocido. Por no haber, no había ni un pequeño lugar en el que hospedarse que mantuviera unas mínimas condiciones de higiene. Por eso acabé durmiendo en un colchón que me supo a gloria en el suelo de la casa de Paco, el presidente de la ONG Amigos de Silva, dedicada por completo a tratar de mejorar las condiciones de vida y salud de muchos etíopes y refugiados en la zona.

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Un par de calles, mal cubiertas por plásticos rajados y viejos, se convertían en el mercado diario en el que poder hacerse con los alimentos básicos. Tomates, patatas, cebollas… las balanzas medían el peso como se hacía antiguamente. Pequeñas piezas de plomo compensaban los kilos de las frutas y hortalizas. Todo el género olía a fresco. A verdadera comida. Sus colores eran tan brillantes que entraban por los ojos.

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A muy pocos kilómetros del pueblo se encontraba el hospital que atendía a las familias de toda la región. Hasta 300 personas llegaban diariamente a sus instalaciones. Muchos de los enfermos, tuvieran la edad que tuvieran, debían de caminar durante días y kilómetros para alcanzar el hospital. Amigos de Silva se encargaba de que nuevos módulos se construyeran para así albergar a más pacientes. También hacía lo posible por dotar de más y mejores infraestructuras. Quedaba mucho trabajo por hacer. Muchas vidas por mejorar.

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Algo más alejado se encontraba el campo de refugiados. Allí las condiciones de vida llegaban a ser extremas. Miles de inmigrantes procedentes de Eritrea hacían frente a su día a día como podían. Familias enteras en tierra de nadie. Sin identidad. Sin patria. Allí fui testigo por vez primera de que el HAMBRE, con mayúsculas, existe. Lo vi. Con mis propios ojos. Niños a los que pesaban en improvisadas balanzas hechas con palanganas que no llegaban a los mínimos establecidos. Mujeres embarazadas cuyas muñecas podía rodear con mis dedos sin siquiera tocarlas. Cintas medidoras de la desnutrición en la que el color rojo llegaba a ser demasiado fuerte.

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Los sacos de kilos de fafa se entregaban con una rapidez pasmosa. Alimentos que nutren. Las miradas sinceras y asustadas de los receptores me hacían pensar demasiado. Qué vidas les esperaban. Cómo sería el futuro de estas personas. O su día a día. Qué penurias habrían pasado.

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Etiopía es un país duro. El segundo más pobre de todo el mundo no es un título que llevar con honores. Y el norte del país vive bajo una condiciones que elevan esa dureza a cotas más altas. Asayta fue especial. Muy especial. Allí aprendí sobre las diferencias. Sobre lo injusto de las diferencias. Supuso un guantazo dado con la mano bien abierta. Un empujón que me hizo despertar, ser consciente de otras realidades que están presentes en mi mismo mundo.

Asayta me enseñó que viajar, al fin y al cabo, es una continua e intensa lección sobre la vida.

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