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Nada más salir del hostel me fijo en la fachada que tengo enfrente. Los azulejos, esos azules y blancos tan típicos de Portugal, decoran con preciosos dibujos el edificio que se levanta ante mí. El pequeño comercio que hay en sus bajos, ya abierto a esta hora tan temprana, esconde en su interior lo que parece un negocio de ultramarinos. El tendero descansa en la puerta, guardando su reino mientras espera pacientemente al primer cliente del día.

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Hoy comienzo mi ruta por Lisboa con ganas. Mi destino es Alfama, posiblemente el barrio con más encanto de toda la ciudad -a pesar de sus interminables cuestas-. Y es que gran parte de Alfama se desparrama ladera abajo por la colina de San Jorge, una de las siete que componen la capital lusa.

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Si algo tiene Alfama es que es CERCANA, del pueblo, y al pasear por sus calles da la sensación de conocerla de toda la vida. Eso no quita, sin embargo, que también sea SORPRENDENTE. No tanto por lo novedoso de sus rasgos, sino más bien por la belleza de lo antiguo. Porque Alfama es un barrio viejo, como casi toda Lisboa. O, mejor dicho, el barrio más viejo. Pero su encanto reside precisamente en eso: en sus fachadas medio derruidas, en sus azulejos a los que les faltan piezas, en la dejadez de sus calles y en sus desvencijados tranvías. Alfama es BELLA porque es IMPERFECTA.

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Pero llega el momento de comenzar a subir cuestas: mejor no lo pienso dos veces. En algún momento, probablemente, tenga la tentación de meterme de un salto en alguno de sus tranvías. En el 28, por ejemplo, ese vagón amarillo que con su adorable traqueteo capta la atención de todos los que andamos descubriendo la ciudad.

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Las calles de Alfama esconden secretos, muchos de ellos gritados a voces. También consejos y algún que otro mensaje. Como ya dije una vez, Lisboa habla, y me da que Alfama es el barrio más charlatán de todos. En una de sus calles, estrecha y empinada como pocas, me topo con un mural maravilloso. En él, todos los tópicos lisboetas aparecen representados desde el humor. Entre ellos el fado o la mítica ginjinha, ese licor de la tierra que entra tan bien a chupitos. Y es que Alfama es ARTISTA.

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Pero también es SUPERVIVIENTE. Fue el barrio al que menos afectó el devastador terremoto de 1755, aunque lo cierto es que tampoco se libró del desastre. Descubro una explanada en la que restos de muros y tejados dejan intuir lo que en su día fue y ya no es más. Las cicatrices de un pasado no demasiado lejano que aún perviven en esta zona de Lisboa, una capital en la que el tiempo parece haberse detenido.

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Durante mi paseo soy consciente de que Alfama también es RELIGIOSA. Porque la verdad, iglesias no le faltan: la de San Vicente de Fora, la de Santa Luzia o la de Santo Esteban. Aunque, ya que hace un momento hablábamos de supervivientes, tengo que referirme a ella: la bella catedral de la Sé. Me encuentro de frente con este templo casi sin esperarlo, justo al doblar una esquina. Lisboetas y turistas entran y salen sin cesar por sus enormes puertas, cada uno con sus propias intenciones. Se trata de la reina de todas las iglesias: es la más antigua. Ni el gran terremoto ni el incendio que se produjo después pudieron acabar con ella.

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Alfama es AUTÉNTICA, como también lo son sus vecinos. Me pierdo por sus callejuelas y me dejo sorprender por las estampas más típicas: señoras que se asoman a las ventanas para tender la ropa como si fueran parte de un decorado. Una imagen que describe el barrio sin necesidad de palabras.

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Encuentro rincones escondidos que me muestran una cara de Alfama que me encanta. Un lado más natural, espontáneo y cotidiano. Por ejemplo cuando me tropiezo con un vendedor de pescado en plena calle. El señor ha montado su chiringuito con tres simples cajas repletas de piezas frescas. Las mujeres más mayores se acercan hasta él como probablemente hagan cada día para estudiar el género. Son las raíces de la propia Alfama, un HUMILDE barrio de pescadores.

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Llego hasta uno de sus increíbles miradores. No sé si es el de Santa Luzia o el de Portas do sol. Gracias a la colina en la que se encuentra, las vistas que regala desde cualquiera de ellos son espectaculares. El Tajo a un lado, el Barrio Alto de frente, tejados naranjas y azoteas blancas, macetas con flores y un cielo radiante. La postal no puede ser más atractiva. La vida sigue adelante bajo mis pies mientras yo hago un alto en el camino. Aquí podría pasar horas sin apenas darme cuenta, mirando al infinito y disfrutando del momento.

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Mientras abandono Alfama descubro que los gatos espían tras los cristales y los escaparates de las pequeñas tiendas hacen un viaje al pasado. Aprendo que en Alfama el fado sale de las ventanas y los vecinos pasean sin prisa alguna.

Está claro. En Alfama he descubierto la verdadera esencia de Lisboa.