Calle de Yangon

Tras bajar del avión nos sorprende la lluvia. Es época de monzón y lo sabemos. Pero también sabemos que durante estos meses la lluvia tal como viene, se va. No nos preocupamos.

Pasamos los controles pertinentes y, tras recoger nuestras mochilas, salimos a la zona de llegadas. Allí un simpático joven, ataviado con un longhi (la prenda típica birmana) espera entre la multitud aguantando un cartel con el nombre del guest house que hemos reservado. O al menos eso creemos.

Hombres, vestidos con sus longhis, leen el periódico en algún lugar de la ciudad

 Nos acercamos a él y nos damos cuenta de que nuestra reserva, la que habíamos hecho por internet unas horas antes, no ha llegado. Nuestros nombres no figuran en la pequeña lista que tienen con los pasajeros a los que debían recoger y el guest house está completo. Pero hay una huésped a la que esperan que no llega. Estamos de suerte.

El denso tráfico es una de las constantes en la ciudad

Tardamos una hora en llegar desde el aeropuerto hasta el Mother Land Inn 2, en el extremo este de Yangon. Una hora en la que comienzo a ser consciente del caos de esta ciudad. El tráfico es enorme y la furgoneta en la que nos transportan apenas logra avanzar unos metros cada cierto tiempo. Desde mi ventanilla, en la que las gotas de lluvia no paran de estrellarse, me voy quedando con cada detalle. Adelantamos a autobuses repletos de gente. Los pequeños camiones hacen de taxi a cualquiera que se dirija en la misma dirección. En los remolques, entre enormes sacos que contienen a saber qué, acierto a ver algún bulto que parece estar echando una siesta.

Me da tiempo a fijarme en las calzadas y aceras, repletas de agujeros tan grandes que cabría una persona hasta la cintura en ellos. Habrá que tener cuidado al caminar por la ciudad. También me doy cuenta de la suciedad. La basura inunda todos los rincones posibles. Me parece que acabamos de aterrizar en una ciudad bastante descuidada. Un lugar en la que la porquería abunda a cada paso.

Callejón del centro de Yangon

De esta manera llegamos hasta el que será nuestro alojamiento durante dos días. Tras descansar un par de horas decidimos salir a la calle. Comienza el verdadero contacto con Birmania.

Durante el tiempo que hemos estado en nuestra habitación me he dado cuenta de que hay una vía de tren que está situada justo en la calle de detrás. Nos dirigimos hacia allá para ver qué se cuece. Decenas de chabolas se amontonan sin que haya barreras que les separen del inminente peligro. Los niños juegan en la vía del tren entre varios perros abandonados. Una vía, al parecer, bastante transitada.

Vía del tren situada detrás de nuestro guest house

Muchos son los que dibujan en su cara una sonrisa al vernos. Se nos acercan a saludar. Chapurrean un par de palabras en inglés y se ríen al contestarles. Uno de ellos aprovecha para demostrar sus dotes controlando en su mano la peonza con la que juega sin cesar. Es todo un experto en este arte.

El simpático niño nos muestra cómo maneja la peonza

Yangon es una ciudad bastante extensa. Recorrerla en su totalidad es prácticamente imposible. Para poder acceder a la mayoría de sus puntos más turísticos y así conocer lo esencial, lo mejor es moverse en taxi. Son baratos y hay que negociar antes de montarse.

Así que por dos mil kyats, lo que podría traducirse en euro y medio, aceptamos la oferta que nos hace un taxista por llevarnos hasta el icono por excelencia de la ciudad: la Shwedagon Paya.

La enorme estupa de la Shwedagon Paya

Alejada un poco del centro de la ciudad esta pagoda se convirtió, desde su creación, en todo un símbolo nacional. Todo birmano budista debe visitarlo, al menos, una vez en su vida. Lo ideal es acercarse a última hora del día. Además de asistir al precioso atardecer, es la hora a la que la mayoría de los yangoneses acuden para hacer llegar sus oraciones a Buda. En cuanto pongo un pie en ella me doy cuenta: estoy ante una verdadera maravilla.

La Shwedagon Paya al atardecer

Pareja descansando mientras contempla la impresionante pagoda

Los extranjeros tenemos que pagar 5 dólares para poder visitar el templo. La estupa de la pagoda mide 71 metros de alto y, según cuenta la leyenda, tiene 2500 años. Fue en el siglo XV cuando comenzó la tradición de dorarla. La entonces reina, Shinsawbu, ofreció su precio en oro: 40 kilos que fueron transformados en láminas y con los que se cubrió gran parte del edificio. Más tarde su yerno hizo lo mismo pero ofreciendo cuatro veces más tanto su peso como el de su mujer.

Una de las estampas que se pueden encontrar en el interior de la Shwedagon Paya

A pesar de que es la más famosa e imponente, Yangon tiene otros muchos templos cuya visita no está de más. Al día siguiente caminamos hasta la Sule Paya desde nuestro guest house. Pasamos por delante de una iglesia cristiana: la iglesia bautista Emanuel. Una de muchas reminiscencias del pasado colonial del país.

El paseo se hace muy ameno. Tardamos más de dos horas en llegar, pero es que todos los detalles que encontramos nos resultan curiosos. Lo mejor es que parece que a los birmanos les encanta ser fotografiados. Y eso es un gustazo. Nadie pone una sola mala cara.

Puesto de comida callejera en las calles de Yangon

Charlando con unos y otros, que se acercan hasta nosotros continuamente para curiosear, entre otras cosas, sobre nuestra procedencia, o sobre cuántos días vamos a visitar su país y si no está gustando, encuentro situaciones cotidianas muy peculiares. Como la mujer que permanece pacientemente sentada ante su puesto de teléfono público. Una mesa, un silla, y dos o tres teléfonos fijos, de los de toda la vida, sobre la mesa. Un amasjio de cables que conectan a dios sabe dónde, y por los cuales llega la línea hasta la mitad de la calle. De vez en cuando se acerca algún local, le paga algún billete de poco valor y hace una llamada. Lo que podríamos definir como un locutorio completamente casero.

Puesto de teléfono público en la calle

Los puestos de comida y de cachivaches de todo tipo se suceden sin cesar. Son capaces de vender todo tipo de artilugios. Ahora de verdad me toca lidiar con las aceras medio destruidas para no caer en ningún agujero. ¡Pasear por Yangon es casi un deporte de riesgo!

Dos jóvenes paseando

Puesto de frutas

En la Sule Paya, una pagoda cuanto menos curiosa por encontrarse en el centro de una rotonda en medio de la ciudad, conocemos a Thura (o Sura, según se quiera pronunciar). Se trata del único birmano al que hemos conocido que habla español. Nos enseña un par de curiosidades sobre la pagoda, siempre sonriendo y con una amabilidad asombrosa. Nos gusta este chico. Tras la visita al lugar le invitamos a que nos acompañe el resto del día. Aunque trabaja como comercial por teléfono para una fábrica de muebles, el sueldo apenas le sirve para mantenerse. Por eso a veces hace de guía para aquellos viajeros que conoce y así practica los idiomas que habla. No cobra nada. Sólo acepta la propina que se le quiera dar al final del día.

Exterior de la Sule Paya, situada en el centro de una rotonda

Dos mujeres derraman agua sobre la figura de Buda en la Sule Paya

Nos cuenta que lleva trabajando tan sólo unos meses. Hace un año que se enfrentó a la vida real aunque tiene ya 30 años. Esto me resulta muy extraño pero enseguida se encarga de contarme su historia: Thura ha sido durante veinte años monje. Comenzó con 9 años y, hasta hace uno, ha dedicado su vida a los estudios sobre el budismo. Ahora sus hermanas mayores están casadas y alguien tiene que cuidar de su madre. Es por eso que decidió dejar sus estudios y comenzar a trabajar para pasarle cada mes una ayuda.

Desde pequeñitos aprendiendo siempre a sonreír

Tras invitarle a comer y empaparnos de mil curiosidades e historias sobre la cultura y la sociedad birmana (mi mente no para de plantear dudas y preguntas), cogemos un taxi para visitar dos de los templos que se encuentran más al norte de la ciudad. Mientras, Thura nos cuenta que actualmente continúa viviendo en un monasterio a las afueras de la ciudad a pesar de que ya no es monje. Sus ingresos no le dan para pagar el alquiler de un piso.

Esperando el autobús

Los monjes en Birmania tienen tres cosas absolutamente prohibidas. Son los pilares fundamentales de sus creencias. Si fallan en alguna de ellas, dejarán de ser monjes y decepcionarán muchísimo a Buda. Una de ellas es la mentira. Un monje, en teoría, jamás puede mentir. La segunda es el celibato. Mientras dure su etapa como monje no podrá tener relaciones de ningún tipo con una mujer. La última es robar. Nunca, de ninguna manera, podrán caer en este gran error. Además, según nos contaba, no estaba bien visto beber alcohol. Aunque a veces algunos de ellos se saltaban esta norma y enmendaban el error confesando el pecado.

Monjes fotografiándose en uno de los templos de Yangon

Entre charla y charla llegamos a la Chaukhtatgyi Paya. Un enorme buda reclinado de casi 66 metros de largo se encuentra protegido por una gran carpa. Apenas hay gente en este lugar. Antiguamente el Buda se encontraba sentado y al aire libre. Debido al tiempo y al efecto de los distintos fenómenos metereológicos la figura se derrumbó. Este segundo Buda fue una donación y se encuentra mucho más protegido.

La figura de Buda mide 66 metros de largo

Otra perspectiva diferente de Buda

Thura nos cuenta que no le está siendo fácil acostumbrarse a su nueva vida tras ser monje. Hace unos meses conoció a una chica. Según nos dice, ha estado quedando con ella para pasear cada tarde durante semanas. Nos cuenta que el día antes se atrevió a preguntarle “si quería ser su novia”. “Mi corazón da saltos de alegría”, nos dice. Los ojos le brillan de ilusión. Me recuerda a un niño pequeño. Esa misma tarde ha quedado con ella de nuevo. Será la primera vez en la que estarán juntos siendo pareja. No sabe qué hacer ni cómo actuar. Nos cuenta que ha hablado con varios amigos para que le aconsejen. Está deseando que pasen las horas.

Pequeño monje

Desde la Chaukhtatgyi Paya nos vamos hasta otro templo: el de Ngahtatgyi. Subiendo el camino que lleva hasta él pasamos por delante de un colegio. Los niños nos ven pasar y salen a saludar. Los profesores no se enfadan y les dejan hacer lo que quieran. La ilusión en sus caras por ver a extranjeros es asombrosa.

Los niños se asoman por la ventana de su clase con curiosidad al vernos pasar

Al atardecer decimos irnos hasta el río. Junto a él se encuentra otra gran pagoda (será por templos y pagodas en Birmania…). La Botataung Paya se alza, imponente, bajo un cielo que va oscureciéndose paulatinamente. Esta pagoda es famosa por albergar en su interior un menchón de pelo de Buda. Al contrario que ocurre con otros muchos templos en los que la estupa es maciza, la Botatung Paya está hueca por dentro. Atravesamos diversas cámaras donde el dorado provoca hasta que casi duela la vista. Muchos birmanos aprovechan cualquier rincón para llevar a cabo sus oraciones.

Uno de los fieles ora en el interior de la Botataung Paya

Rezando en uno de los templos

Para terminar la tarde decidimos acercarnos hasta el embarcadero. Aquí finaliza nuestra primera etapa en Yangon. También se acaba nuestro día en compañía de Thura. Se hace raro despedirse. Hemos llegado a conectar tanto con él que ya es casi un amigo. Le deseamos suerte en su cita mientras le damos la propina que pensamos que se merece. A Thura se le ilumina la cara, nos da las gracias y, sin saber muy bien cómo hacerlo, se despide para ir en busca de su nueva novia.

Atardeciendo desde el embarcadero

La estupa de la Batataung Paya se ilumina poco a poco

Nos quedamos con las ganas de saber cómo le va esa primera cita formal. Quizás algún día pueda contárnoslo. Con la noche ya cayéndonos nos relajamos y nos dedicamos a ver cómo transcurre la vida junto al río. El ambiente nos gusta. Las barcas transportan personas de un lado a otro de la orilla. La cúpula dorada de la pagoda comienza a iluminarse y cada vez se vuelve más amarilla. La vida transcurre con normalidad en este punto de Yangon. Para nosotros, sin embargo, todo es nuevo. Para nosotros, sin embargo, es un auténtico espectáculo del que estamos dispuestísimos a disfrutar.  

Os presento a Thura, nuestro guía en Yangon