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Existe un rinconcito de Tailandia alejado de los clásicos atractivos del país asiático. Una región que, aunque también cuenta con playas paradisíacas y asombrosos templos, poco tiene que ver con los que aparecen en las famosas postales y revistas. Un lugar donde el turismo apenas existe y la gente aún se asombra al verte pasear.

Porque en Tailandia no solo cuentas con la posibilidad de sumergirte en fondos marinos multicolores o de adentrarte en la cultura y tradiciones budistas de sus monjes y novicios. No solo puedes viajar cientos de años atrás a través de sus ruinas o dejarte embaucar por los paisajes más bellos que jamás hayas visto.

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En Tailandia, aunque no lo creas, también puedes dedicarte a descubrir rincones inexplorados. Paraísos escondidos donde la vida fluye a un ritmo más pausado de lo normal. Donde el turismo solo tiene rasgos tailandeses y camboyanos. Donde la riqueza cultural es de dimensiones gigantescas y, sin embargo, no muchos la conocen.

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Además, resulta que estos oasis escondidos están conformados por pequeñas comunidades para las que su entorno, el medio ambiente que les rodea, está muy por encima de las monedas y billetes que los extranjeros puedan traerles. Comunidades que prefieren conservar su idiosincrasia antes que vivir con los bolsillos llenos. Gente que es feliz con lo que tiene, que sabe valorar lo importante de la vida y que, con una sonrisa siempre eterna, quiere compartirlo con aquellos que los visitan.

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Pasar unos días entre estas comunidades no es solo descubrir otra Tailandia. También es aprender a convivir y a respetar, a valorar, a cuidar la naturaleza y a trabajar por el bien de todos y cada uno de los te rodean. Es, al fin y al cabo, recibir una lección de vida.

Hoy os hablo de una propuesta diferente. De una Tailandia diferente. Y para ello nos vamos hasta Trat.

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Trat es una provincia situada en la costa este de Bangkok. A tan solo una hora de avión de distancia -o seis de carretera-, y en el límite con la frontera de Camboya, se llega a un litoral repleto de diminutas y variadas islas dotadas de miles de recursos naturales. Pero, de momento, nos olvidaremos de ellas, porque donde quiero llevaros se encuentra en la zona de la provincia que permanece en tierra firme.

Después de cruzarnos con montañas, bosques, ríos y verde, mucho verde, llegaremos hasta una de las múltiples comunidades que viven en la zona, la conocida como Ban Nam Chiao. Sobre ella hay mil aspectos que contar, aunque quiero empezar destacando un detalle que, de hecho, le ha valido más de un premio por parte del mismísimo gobierno tailandés.

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En la comunidad Ban Nam Chiao el 50% de sus habitantes es budista, y el otro 50%, musulmán. Hasta aquí todo bien. Este detalle, que en otros muchos puntos del planeta en los que se repite el esquema podría suponer tensiones constantes y, en el peor de los casos, conflictos, se comporta de manera diferente en Ban Nam Chiao. Aquí la convivencia entre unos y otros se ha venido llevando a cabo durante años y años de manera estrecha y pacífica. No existen problemas y todos forman parte de una misma comunidad.

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Esa coexistencia es un hecho que acaba resultando curioso. Cuando se camina por las pasarelas que se yerguen a uno y otro lado del canal alrededor del cual se asienta la comunidad, se descubren formas de vida muy diferentes y a la vez mezcladas. Hay señoras que arreglan abalorios para llevar al templo budista, y unos metros más allá, una joven con hiyab –el pañuelo que le cubre la cabeza- cocina en el patio de su casa. El respeto es algo fundamental entre ellos. Un respeto admirable.

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En su afán porque su modo de vida y su cultura lleguen a todo aquel que se interese por ellos, los miembros de la comunidad realizan muchísimas actividades de demostración. Por ejemplo, de su gastronomía. Y tengo que decir que cuando se prueban algunos de sus sabrosos platos, se entiende perfectamente el por qué. Por ejemplo, el Cow Gre-ab Ya-nah, unas tortitas de harina de arroz rellenas de una mezcla de gambas especiadas que están deliciosas. O el Tangme Krop, un caramelo muy típico hecho a base de aceite de coco, leche y azúcar líquida para cuya elaboración se necesita de una maña especial. Lo más curioso es que lo toman todos, budistas y musulmanes, aunque ante todo es típico de la época de ramadán.

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Los miembros de la comunidad Ban Nam Chiao viven de cara a su canal, y por tanto, al agua. Gran parte de sus vidas discurre en torno a él. De él toman alimentos y recursos para su día a día y a él le deben la prosperidad que les permite continuar su desarrollo.

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En los coloreados botes que descansan amarrados a las pasarelas de madera es posible dar un paseo por el bosque de manglares cercano y descubrir así un paisaje precioso. De esos mangles, los árboles típicos de este ecosistema en el que aguas dulces y saladas se mezclan, obtienen el material que les sirve para múltiples tareas cotidianas. Por eso mismo se preocupan por, a la vez que talan y utilizan los ya existentes, plantar nuevos árboles para no despoblar la zona.

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Pero del agua también obtienen otro recurso… Avanzando en los botes por los sinuosos canales que forman el manglar, se llega hasta el mar. Y justo allí donde la amplitud de las aguas se vuelve inmensa, se desarrolla una tarea que realizan mujeres y hombres a partes iguales.

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Normalmente son ellos quienes saltan al agua, se zambullen hasta tocar la arena y vuelven a salir con sus manos repletas de “tongue shells” o “conchas lengua”, una especie de diminutos mejillones con cola con los que cocinan recetas increíblemente ricas. Ellas, sentadas en uno de los extremos del barco, analizan uno por uno los ejemplares y devuelven al agua todos aquellos que no tienen un tamaño determinado: así podrán seguir creciendo. El ritual, que para ellos es de lo más común, es todo un espectáculo para cualquier persona ajena a su cultura. Cuando ya tienen la cantidad suficiente, toca regresar a casa.

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La bicicleta es otra manera de poder recorrer la comunidad. Eso sí, ¡en los trayectos que discurren por las pasarelas junto al canal hay que tener cuidado si no queremos acabar dándonos un baño! El resto del paseo puede ser tal y como uno quiera: los alrededores están repletos de campos, pequeñas aldeas y artesanos elaborando los productos más típicos de la zona. Como por ejemplo, los Ngop”.

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Probablemente a nadie le suene este nombre, pero para los miembros de la comunidad Ban Nam Chiao supone un elemento más de sus vidas. Se trata de sombreros realizados con hojas de palma muy parecidos a los típicos que se ven en Vietnam o China –aunque en esos países están hechos de bambú-, y mejores. ¿Por qué digo esto? Pues porque los Ngop cuentan con un adaptador para tamaños de cabeza en su interior… Sí, puede parecer una broma, ¡pero es lo más práctico para que el sombrero no salga volando en cuanto nos montemos en la bici!

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Pee-Noy tiene 74 años y lleva toda la vida dedicándose a su elaboración. Su profesora, de quien aprendió todos y cada uno de los trucos para que los Ngop sean perfectos, tiene 106 años y aún hoy vive. Quizás la clave para la inmortalidad esté en vivir en lugares tan tranquilos como este, quién sabe. Ella, a pesar de su edad, continúa haciendo sombreros día a día. Con la destreza y dominio que posee elabora dos sombreros en cada jornada, que estarán listos a los tres días, una vez se hayan secado las hojas de palma. En su pequeño taller los vende por 150 bahts cada uno –unos cuatro euros-. Una pequeña cifra que para los miembros de esta comunidad supone más que suficiente.

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Aprovechando que estamos montados en las bicis para visitar el único templo existente en la comunidad. Aunque es budista posee influencias hinduistas y en él tienen cabida todas las religiones. A escasos 200 metros se encuentra la mezquita. Nos siguen dando lecciones.

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El turismo sostenible de los Ban Nam Chiao es un ejemplo de que las cosas se pueden hacer mejor. Sus proyectos permiten que la comunidad siga adelante y progrese mientras el turismo puede disfrutar de experiencias más que enriquecedoras. Hospitalarios, acogedores, simpáticos… diferentes.

No dudes en animarte a descubrir esta otra Tailandia.

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