Calle de Teherán

El cielo, de color grisáceo, cubre y derrama pequeñas gotas de agua, apenas perceptibles, sobre la ciudad. El caos es el dueño y señor de la carretera por la que nuestro taxi avanza desde el aeropuerto hacia el centro, buscando la callejuela en la que se encuentra nuestro hotel. Aterrizamos en Teherán hace ya unas horas tras toda una noche viajando. A pesar del sueño que cargo y la larga espera que hemos tenido que aceptar mientras nos hacían los visados, los nervios me pueden: ya estoy en suelo iraní. 

Inmensos carteles con los rostros de mártires decoran las fachadas de los edificios que podemos ver desde la ventanilla del coche. Los cláxones suenan a mi alrededor mientras nuestro taxista conduce con una agilidad pasmosa esquivando vehículos y personas. Me coloco lo mejor que puedo el pañuelo que cubre mi cabello. Ya tuve que bajar del avión con él puesto, pero se hace raro acostumbrarse. Me apresuro a tapar cada centímetro que dejo al descubierto. Con las horas comenzaré a entender que no se trata de un motivo para alarmarse.

A pesar del difícil entendimiento con el taxista, pues no sabemos ni una palabra de farsi, se esmera en comprender qué queremos y llega al lugar debido. Hacemos check in, descansamos media horita y salimos a la calle. A mojarnos con la suave lluvia iraní. A adentrarnos en esta ciudad que tantos misterios esconde. A conocer la verdadera Persia, esa Irán sobre la que he escuchado y leído tanto, de la que todo el mundo tiende a hablar más de la cuenta y que se presenta tan sorprendente. Soy absolutamente feliz.

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Ahora nos toca esquivar el tráfico a pie. Camino por las calles de Teherán aún con cautela, quizás incluso un poco temerosa. Lo desconocido me abruma. También los absurdos prejuicios. Pero por eso estoy aquí: quiero vivir el país en primera persona.

La lluvia cesa y saco mi cámara de la mochila. En un principio la timidez me puede. Siento un enorme respeto por la gente que me rodea y no quisiera molestar a nadie. Pero ellos apenas se inmutan. Es más, sonríen y dejan que fotografíe todo a mi antojo. Pasan pocos minutos, pero voy sintiéndome cada vez más yo. Poco a poco estoy más cómoda.

Mientras caminamos hacia el primer destino, me fijo en los detalles. Todo llama mi atención, aspectos que en tan solo unas horas pasarán a ser elementos más que conocidos. Más que absorbidos por mi inconsciente. Mujeres caminan junto a mí cubiertas por chadores que tan solo dejan ver su cara. También alguna joven con el pañuelo estratégicamente colocado en su cabeza tapando únicamente lo justo y necesario. Ni un centímetro más, ni uno menos. Carteles que no logro entender cuelgan de los edificios. Grupos de hombres charlan en la puerta de algún negocio. Escucho palabras que jamás he oído antes. Sonrío: esta es gran parte de la magia de viajar.claraboyas-bazar-teheran-iran-mipaseoporelmundo

Accedemos al bazar de Teherán por una enorme puerta que ya deja entrever el caos que también se vive en su interior. Estrechos pasillos abovedados que parecen infinitos se alargan hasta donde mi vista no alcanza. Caminamos, sorteamos carretas cargadas con pantalones perfectamente doblados y empaquetados. Otra de ellas se dirige directa hacia nosotros con enormes sacos de contenido indescifrable. No queda más que esquivarla con agilidad.

Giramos esquina tras esquina. Perdemos la orientación a propósito. Es lo mejor de lugares como este: no saber hacia dónde vas. No saber qué encontrarás dos callejuelas más abajo. Dejar que la sorpresa sea parte de la aventura. Se trata del mayor bazar del mundo: 10 kilómetros de entramados de callejuelas que hacen perder el sentido. De repente, montones de telas se apilan puesto tras puesto. Parece que es la zona de los sastres. Hombres y mujeres se arremolinan en torno a diseños de colores y formas completamente diferentes. Estilos más sobrios, otros más atrevidos. Todos tienen su público.

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Sin apenas darnos cuenta son las alfombras las que se convierten en las protagonistas. Enormes. Pequeñas. Con esos dibujos imposibles tan reconocibles de esta zona del planeta. En tonos burdeos, en marrones, en ocres o verdes. Cuelgan y se amontonan en los puestos mientras los dueños de los negocios charlan y beben té sentados en su mesa, desde la que coordinan y controlan todo lo que sucede. Las calculadoras suman y restan. Se nos acercan… “¿no pensarás irte de Irán sin llevar contigo una alfombra?” Insinúan como pueden, aunque el mensaje queda más que claro. Solo llevamos unas horas en Teherán y todo nos fascina.

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Los olores y colores hacen su aparición estelar. Entre pistachos y especias de todo tipo nos parece reconocer una señal que indica que estamos junto a una mezquita. Segundos más tarde, zapatos apilados en la puerta lo corroboran. Es plena hora de oración y veo un cartel que prohíbe la entrada a las mujeres. No encuentro la zona por la que me corresponde acceder, así que me contento con disfrutar del edificio desde fuera. Se trata de una de las muchas mezquitas situadas en el mismo bazar y a través de los altavoces repartidos por todas las calles escuchamos la oración. Continuamos nuestra marcha entre el tumulto queriendo encontrar el más importante de los templos musulmanes en la ciudad: la mezquita del imán Jomeini.

Cuando por fin la hallamos, nos adentramos en su inmensa plaza para sentir y vivir el islam en su estado más puro. Los fieles caminan de un lado a otro mientras la oración sigue escuchándose bien alta, esta vez a través de los altavoces que dan al patio. Varias fuentes adornan el centro y distintos hombres se concentran en realizar las abluciones.

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En un lateral del bazar hacemos parada técnica para almorzar. Por fin vamos a enfrentarnos a los sabores persas, y el lugar elegido ha sido Moslem Restaurant, un popular restaurante en el que esperar cola es algo inevitable. Subimos sus empinadas escaleras hasta la segunda planta y allí nos ubican en una pequeña barra junto al ventanal. Estamos rodeados, todo el mundo comparte mesa y los camareros difícilmente se mueven con los platos entre los comensales. Pedimos la propuesta estrella (del restaurante y de todo Irán): el tahchin, arroz cocinado con azafrán y cordero que, a pesar de estar exquisito, no conseguimos terminar. Las raciones por este lado del mundo parecen ser copiosas…

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El complejo del Palacio Golestan nos recibe bajo la lluvia, pero poco importa. Su belleza se muestra más allá del cielo gris y de los charcos formados en el exterior. Los jardines quizás no resulten tan exultantes como en otras épocas del año, pero aún así conservan la esencia del lugar.

Compramos la entrada de varios de los edificios que componen el complejo y paseamos. Los azulejos de colores recrean formas de todo tipo en las fachadas. Algunas son más geométricas. Otras representan animales, soldados, músicos o flores. El inmenso Trono de Mármol, de 1806, se levanta imponente en un espacio semi-cubierto del palacio.

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Los interiores, decorados con enormes espejos y mobiliario de épocas pasadas, son casi tan llamativos como lo visto hasta ahora. El dorado brilla y lo cubre todo. Las inmensas lámparas de araña cuelgan de los techos. La imaginación vuela, recreando escenas del pasado, casi tan alto como estas.

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Cuando acabamos nuestra visita la lluvia ha cesado. El cansancio de las horas activas se hace notar, pero aún queremos aguantar un poco más. La tentación de regresar al hotel está ahí, pero decidimos acercarnos hasta otra zona de la ciudad.

Llegamos hasta una boca de metro y nos adentramos en las entrañas de Teherán. Es hora punta y los vagones van apretados. Una señal de un chador me indica cuáles son los destinados únicamente a las mujeres. No es obligatorio usarlos, ni mucho menos, pero quizás me sienta más cómoda en ellos. Cuando el metro para y camino hacia el interior, todos los ojos se centran en mí. Estoy rodeada de mujeres: jóvenes, mayores, niñas… Les desconcierta verme, pero me sonríen abiertamente en cuanto nuestras miradas se cruzan.

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Cuando salimos de nuevo al aire libre nos topamos de frente con la muralla que rodea la antigua embajada de los Estados Unidos. Un lugar de esos míticos en el que la historia más reciente aún se puede sentir en el ambiente. Llevo la cámara guardada en mi mochila y no me atrevo a sacarla de ahí. He leído demasiado sobre los peligros que supone animarse a fotografiar este lugar tan polémico. Las pinturas y grafitis que decoran el muro dejan claro el mensaje de odio hacia los Estados Unidos. “Down with USA”, recalca uno de ellos. Rejas dibujadas, la bandera americana manchada y rota, una calavérica estatua de la libertad…

De repente me armo de valor y saco el móvil de mi bolsillo. Rápidamente hago algunas fotos intentado esquivar las cámaras de seguridad, aunque ni tan siquiera sé si funcionan. Lo hago a toda prisa, antes de que alguien me vea. Estoy un poco asustada, hay quienes dicen que podrían llegar a detenerte por hacer algo así.

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 Pasamos por delante de una de las puertas de acceso y, en el jardín interior, vemos una serie de carteles que continúan con la intensa crítica al país odiado. Un guardia de seguridad nos invita a entrar. Al principio no sabemos muy bien qué hacer, no entendemos, pero acabamos por aceptar. Nos incita a hacer fotos y yo no lo pienso ni un segundo. De repente, un joven se nos acerca y nos pregunta, en un inglés más que correcto, si nos gustaría conocer el interior de la antigua embajada. No nos lo podemos creer. ¿De verdad nos está dando la oportunidad de conocer los entresijos de este lugar? Aún sin dar crédito, aceptamos la invitación.

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Desde hace solo unas semanas (esto sucedió en Diciembre de 2016), estudiantes de la universidad de Teherán actúan de guías voluntarios en el histórico edificio para mostrar y contar al mundo lo que, según afirman, realmente ocurrió en aquel lugar. En 1979, a la vez que se desarrollaba la revolución iraní con la que el ayatolá Jomeini llegó al poder derrocando al sah Mohamed Reza, un gran grupo de manifestantes, estudiantes universitarios en su gran mayoría, logró acceder al interior de la embajada estadounidense y hacer público todo lo que allí estaba ocurriendo.

El joven nos muestra poco a poco cada una de las estancias. Explica cada detalle con paciencia. Las cabinas de seguridad. Los compartimentos escondidos. Las gruesas puertas tras las que se escondían documentos secretos. Las máquinas con las que se trataron de eliminar las pruebas del seguimiento al gobierno iraní por parte de los estadounidenses. En definitiva, el lugar donde se llevaba a cabo todo un proceso de espionaje a los iraníes. 

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Voy asimilando como puedo el torrente de información que recibo. Todo es muy creíble. Todo suena a verdadero. Nuestro joven guía nos habla del tema con pasión mientras abre los ojos con intensidad. “Es necesario que todo el mundo conozca la verdad”, nos dice.

Más de una hora más tarde, cuando abandonamos el edificio tras una cálida despedida del guía, -que no acepta una propina por su esmerado trabajo-, nos sentimos aturdidos. Un largo viaje, pocas horas de sueño y muchísimos estímulos nuevos. La dosis de información ha sido suficiente por hoy y es hora de irse a dormir. 

Mañana será un nuevo día. Mañana tocará continuar conociendo este alucinante país que nos hace plantearnos tantas preguntas.

Y esto es todo por hoy. Good night, Teherán.

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