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Llevaba dos días de trekking a mis espaldas, estaba algo exhausta pero aún así la emoción me podía. Habíamos salido muy temprano en la mañana, atravesado verdes montes e interactuado con mujeres y hombres de diferentes etnias. El sendero por el que avanzábamos de la mano de nuestro guía había ido a dar, “casualmente”, a la taquilla –una diminuta caseta de madera con un guardia dentro- en la que tuvimos que pagar el impuesto revolucionario por entrar en un nuevo territorio. Tras abonar los 10 dólares necesarios por persona, nos dijeron que esperáramos: en breve una barca nos llevaría hasta Nyaungshwe, el pequeño pueblo donde se encuentra la mayor parte de hostales y hoteles en los que alojarse en este idílico rincón de Myanmar. Habíamos llegado al lago Inle.

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Eché la vista abajo y miré mis zapatillas de trekking: estaban completamente cubiertas de barro. De hecho, casi hasta mi rodilla todo eran manchas de tierra marrón ya seca. Mis pies estaban deseando que los sacara de las apretadas botas: parecía que latían por sí mismos. Hacía mucho calor y estaba empapada en sudor. Menos mal que no quedaba demasiado para llegar a nuestro destino.

Diez minutos más tarde estábamos ya montados en la barca que nos transportaría. Una especie de canoa alargada con motor en el extremo posterior desde donde el conductor dirigía con firmeza cuál sería el trayecto.

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Quizás pasáramos allí montados más de una hora. Largos minutos que transcurrían mientras, embobada, me daba tiempo a hacerme una pequeña idea de a qué lugar del mundo había llegado. Desde mi pequeño asiento, casi a ras del agua, veía cómo familias enteras vivían en casas de madera construidas sobre el lago. Comprobaba cómo actividades tan comunes como cocinar, asearse, ir al mercado o lavar la ropa se desarrollaban entre construcciones, templos y campos de cultivo flotantes. Devolvía el saludo a todos aquellos niños y no tan niños que, al cruzarse con nosotros en otras barcas, agitaban sus brazos emocionados. Y no dejaba de asombrarme viendo cómo para ellos el lago no era solo un sitio en el que vivir, sino también un lugar con el que compartir sus vidas.

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El lago Inle se encuentra en pleno estado Shan y mide 22 kilómetros de largo por casi 11 de ancho. Es el hogar de los Intha, una tribu que vive repartida en hasta 200 aldeas diferentes que han hecho del agua su refugio. Al llegar a Nyaungshwe no solo encontraríamos hospedaje. También negocios varios, restaurantes y pequeños templos. Al poner mis pies en tierra firme no tenía ni idea de que en ella pasaría los siguientes cuatro días de mi viaje.

Comenzando a descubrir

Pay fue fundamental para poder adentrarnos en la vida en el lago y envolvernos de su esencia. La conocimos por casualidad y se ofreció a convertirse en nuestra guía durante el tiempo que necesitáramos. Lo que pedía por prestar sus servicios nos pareció más que justo, así que no lo dudamos. Aunque eso supusiera empezar al día siguiente con un gran madrugón…

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Y comenzamos por un mercado, el núcleo de la vida más cotidiana de todas. En Inle resultó que estos eran itinerantes. Cada día de la semana los puestos de alimentos y cachivaches varios se trasladaban de lugar y volvían a instalarse en una aldea diferente. Para moverse entre ellas era necesario ir en barco, por lo que alquilar uno con “conductor” incluido durante todo un día era lo más cómodo.

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Cuando llegamos el ajetreo en torno al mercado ya llevaba horas desarrollándose. Las vendedoras organizaban su género pacientemente mientras charlaban y reían entre ellas. Las moscas se esforzaban en posarse en cada trozo de carne de las improvisadas carnicerías. También en los despojos de los pescados, donde tenían que vérselas con los perros callejeros, que aprovechaban cualquier despiste de las dueñas del chiringuito para pegarse algún que otro homenaje.

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Cuando regresábamos a nuestra barca nos cruzamos con un jovencísimo novicio que caminaba en dirección opuesta a la nuestra. En sus manos sostenía dos recipientes de plástico rellenos de un líquido naranja. Refrescos al puro estilo birmano. Estaba bebiendo de uno de ellos, el otro seguía cerrado. Me quedé perpleja cuando de repente vi cómo, sin dudarlo, se acercaba hasta mí y me lo ofrecía con una enorme sonrisa en la cara. No supe decirle que no: la emoción y felicidad con las que me estaba haciendo este regalo me llenaban por completo. Y tal como lo cogí, siguió su camino. Una de las muchas lecciones que me enseñaron en aquel país.

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Fiesta en el templo

No supimos que se trataba de un día festivo para los habitantes de Inle hasta que llegamos al pequeño poblado de Taunggiy. Imaginamos que era normal que la pagoda de Phaung Daw, el templo más conocido en Inle por albergar las cinco figuras de Buda sagradas, tuviera bastante afluencia. Pero lo de aquel día era algo exagerado. Entonces Pay se encargó de ponernos al día: resultó que una vez al año los jóvenes solteros de toda la zona se reúnen precisamente en este lugar para relacionarse y conocerse. Una oportunidad de oro para iniciar relaciones y encontrar pareja, claro está.

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A nuestro alrededor la mayoría de las chicas llevaban algún pañuelo o toalla en sus cabezas. Complementos de colores vivos que indicaban si pertenecían a una u otra etnia. Ellas, la gran mayoría tímidas hasta un extremo asombroso, pasaban las primeras horas del encuentro más tranquilas, observando y cuchicheando. Después ellos tomaban la iniciativa –animados por algún que otro trago de alcohol- y las charlas comenzaban a tomar forma.

A lo largo de los pasillos del templo, tanto interiores como exteriores, iban creándose parejas. Y mientras, nosotros, seguíamos observando cada detalle y movimiento como quien no ha presenciado una cita jamás en su vida.

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De vuelta al interior del templo aprendimos algo nuevo: las mujeres, por alguna norma religiosa escrita en a saber dónde, no podíamos acceder al altar en el que se encontraban las cinco figuras de Buda. Aunque eso de tres figuras era un decir: los fieles –masculinos, claro- llevan tantísimos años cubriéndolas de láminas de pan de oro, que hoy día lo que veneran son bolas absolutamente redondas y doradas. Habrá que creer eso de que bajo tanto metal precioso existe una escultura…

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Navegando por el lago nos topamos con pescadores. La figura de estos sobre su barca, sosteniéndose únicamente sobre una pierna mientras que utilizaban la otra a modo de remo para navegar, me pareció algo extraordinariamente bello. Puede decirse que son ellos el verdadero símbolo del lago Inle. Decidimos acercamos, queríamos verlos más de cerca. En cuanto se percataron de nuestro interés posaron para nosotros. En esta ocasión no llevaban sus originales cestos cónicos para pescar, esos que tanto les caracterizan: decían que no había llovido lo suficiente y el lago era poco profundo como para utilizarlos. Vaya… me iba a quedar con las ganas de verlos. Pero me sirvió de excusa perfecta para prometer regresar algún día. Apuntado queda en mi libreta, subrayado y en rojo.

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Los gatos que dejaron de saltar

De los gatos saltarines ya había oído hablar hacía tiempo. Al parecer eran varias decenas, y todos ellos convivían amistosamente en un monasterio repleto de monjes budistas, sus inseparables compañeros de vida. Por alguna extraña razón los monjes habían decidido amaestrarlos, de manera que los intrépidos gatos eran capaces de hacer piruetas y saltar atravesando aros estrechísimos. Cuando llegamos al monasterio me alegré de que aquella práctica hubiera dejado de realizarse. Los gatos seguían por allí, sí. Y continuaban siendo decenas de ellos. Pero convivían en plena paz y armonía, vagando a su antojo y gozando de la libertad de hacer lo que querían cuando querían. Me quedaba más tranquila así.

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En el lago Inle visitamos un rústico taller donde trabajaban la plata, conocimos cómo elaboraban a mano preciosas sombrillas de papel, visitamos hermosos e imponentes templos y fumamos cigarros hecho con hojas de platanero… Y, de repente, Pay nos propuso parar un instante. Alrededor de nuestra barca todo era vegetación. Resultaba asombroso comprobar hasta qué altura podían llegar las plantas nacidas del propio lago. Al ponernos de pie esforzándonos por mantener el equilibrio y no caer, comprobamos que eran campos de cultivo. Tanto partido ha sabido sacarle la gente de Inle a su ecosistema, que hasta han aprendido a obtener alimentos de él.

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Nuestra barca pasó junto a un conjunto de casas apoyadas en enormes y altos pilares de madera sobre el agua. Se podían contar por decenas, unas junto a otras, conformando verdaderos barrios de hogares que viven por y para el lago. Una niña de unos ocho años se cruzó con nosotros manejando su propia barca. Muy cerca, en los peldaños más bajos de las escaleras de acceso a una de las casas, dos mujeres se afanaban en terminar la colada empapando las prendas en el agua del lago. Mientras, un hombre, unos metros más allá, también ser servía de ella: en su caso era para asearse. Su cabeza estaba cubierta de una espesa espuma blanca.

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Inle me estaba enseñando muchas cosas. A amar y respetar lo que nos rodea. A saber dar. A saber cuidar. A saber valorar el entorno.

Estaba claro que el lago representaba la vida de las comunidades de la zona. Sin él, no podrían vivir. Pero él sin ellos, no sería el mismo.

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