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Es curioso, pero algo que suele ocurrir cuando estoy a punto de viajar a un lugar desconocido, es que comienzo a imaginar cada rincón de lo que voy a encontrar en mi cabeza, a mi manera. Aún no he pisado ese pedazo de mundo que me espera próximamente, jamás en mi vida he estado en él. He visto fotos y he leído información, pero nunca he caminado por sus calles, no he comprobado a qué huele, cómo es su ambiente ni a qué sabe su gastronomía. Y, sin embargo, mis sentidos trabajan todos a uno para inventar un espacio. Juego a imaginar ese trocito de mundo y lo adapto a cómo me gustaría que fuera. Un mundo creado por mí misma, pero con nombres y apellidos reales.

Después resulta que aterrizo en el lugar esperado. Y entonces soy consciente de que poco o nada tiene que ver la realidad con ese mundo paralelo creado por mí. Llega entonces el momento de descubrir el verdadero.

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Algo así podría decirse que fue lo que me ocurrió en mi último viaje. Aterrizábamos en Perú y directamente poníamos rumbo, vía avión, a Iquitos, la ciudad más grande del mundo a la cual no se puede acceder por vía terrestre. Esta urbe era tan solo la base de operaciones para lo que vendría después: tres días inmersos en la selva amazónica de Perú en contacto absoluto con la naturaleza. Era una de las joyas del viaje, sin duda. Y teníamos unas ganas enormes de llegar. Pero antes, teníamos la oportunidad de conocer la ciudad de Iquitos.

Como siempre, yo me había hecho un mapa mental y sensorial de Iquitos en mi cabeza. Había imaginado una ciudad pequeña, de calles en cuesta y casas coloniales. Según mi cabeza, toda ella daría al río Amazonas, que a su paso por la zona arrastraría una corriente considerable. Imaginaba que desde el propio malecón se verían las decenas de enormes barcos de pasajeros que se dedicaban a hacer cruceros por el río. Y creía que la vida transcurriría tranquila, con una paz que embriagaría todo y que haría que el tiempo pasara lentamente. Un poco más despacio que en el resto del mundo.

Y, sin embargo, me equivocaba.

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Nos plantamos en el aeropuerto de Iquitos sin saber muy bien qué hacer. Queríamos ir al centro, donde se encontraba nuestro hostal –hostal El Colibrí, por si a alguien le interesa-, pero no sabíamos cuál debería ser el precio aproximado a pagar por un taxi. De repente un joven nos ofreció llevarnos en otro de los transportes más típicos de la zona: el tuc-tuc. Solo 10 soles (2,5 euros). Aceptamos la propuesta y pusimos rumbo a nuestro destino.

Se trataba de hora punta y el tráfico en Iquitos era un horror. Los continuos semáforos nos hacían pararnos cada escasos metros. Poco se podía avanzar entre tanto coche, camión, autobús y tuc-tuc. La contaminación que emanaba de sus tubos de escape asfixiaba. Ese fue primera bofetada de realidad: ¿Iquitos tranquila? ¿Un lugar para vivir en paz? Ni mucho menos. Acababa de aterrizar en una ciudad viva, caótica y un tanto alocada. O al menos eso era lo que me dejaba intuir el camino a nuestro hostal. Justo cuando nuestro tuc-tuc aparcaba en la puerta comenzó a lloviznar. En cuestión de segundos las gotas de agua se transformaron en una lluvia torrencial propia de los climas tropicales. Definitivamente, la selva nos estaba dando la bienvenida.

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Iquitos cuenta con una historia que me apasiona. Fue fundada a mediados del siglo XVIII por los jesuitas. Cien años más tarde hubo un elemento que convirtió a la ciudad en un punto clave para el desarrollo de esta zona del país: el caucho. El boom que se experimentó en aquel momento fue tan grande que el crecimiento demográfico fue increíble: Iquitos multiplicó su población por 16, la ciudad se expandió y llegaron personas procedentes tanto del resto de Sudamérica como de Europa. La tentación de hacerse ricos en poco tiempo era el mejor canto de sirenas que podía existir: la excusa perfecta para probar suerte en este lado del mundo. Influenciado por la avalancha de diferentes culturas la arquitectura de Iquitos comenzó a tomar forma: los azulejos pintados a mano traídos desde Portugal coloreaban las fachadas. El estilo de los edificios se volvía más europeizado. Incluso Eiffel dejó su marca en la ciudad diseñando uno de los que aún, hoy día, puede contemplarse en la Plaza de Armas de la ciudad.

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Sin embargo pronto acabó la buena racha de esta ciudad en el corazón de la selva peruana. Un británico logró salir del país con las semillas del árbol del caucho y con ellas las plantaciones en países asiáticos como Singapur y Malasia, donde la mano de obra también era barata, se multiplicaron. Iquitos dejó de la noche a la mañana de ser la gran potencia del país para tornarse en una ciudad pobre. Y se mantuvo así hasta que el siglo pasado se descubrió que la zona tenía grandes pozos de petróleo. Hoy día también el turismo es una importante fuente de ingresos. Sin embargo, Iquitos no ha vuelto a brillar de la forma que lo hizo antaño. A día de hoy conserva un aire decadente que, muy a su pesar, yo diría que incluso la hace hermosa.

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Hoy solo hay que pasear por el malecón de la ciudad para hacerse una idea de aquel pasado glorioso. Algunos antiguos edificios aún se mantienen en pie. Otros, llaman la atención por su mala conservación. La gran mayoría de ellos son, a día de hoy, propiedad del Gobierno peruano. La Plaza de Armas, atestada de gente cada tarde, ve pasar las horas mientras señores mayores charlan en sus bancos y los niños juegan en sus jardines. Ellos sí parecen relajados. Solo el sonido de los cláxones de coches y tuc-tucs acaban con la tranquilidad que podría existir aquí.

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La única mañana que pasamos en Iquitos, justo antes de que una lancha nos recogiera para llevarnos al paraíso amazónico, decidimos pasarla en el mercado del barrio de Belén. Ya nos advirtieron desde varios frentes: Belén es conocido por ser una zona un tanto conflictiva. Julio, el conductor del tuc-tuc que nos acercó hasta el mercado y al que le ofrecimos que se convierta en nuestro guía, nos lo dijo bien claro: “nos encontramos en la parte alta de Belén. Si bajáis esas escaleras, igual no llegáis a salir”. Y yo, mientras, observaba desde arriba cómo un señor cargado con un enorme saco de patatas se adentraba en las callejuelas que conducían a una zona de casas humildes y chabolas. Y, en mi interior, la curiosidad me hacía preguntarme cómo sería la vida allí dentro.

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Los intensos olores del mercado pronto llamaron mi atención. También la multitud de frutas que no recordaba haber visto jamás en mi vida. Tampoco me sonaban muchos de los pescados que los tenderos ofrecían en las baldas de madera que hacían las veces de mostradores. Julio, con una paciencia infinita, me dejaba andar y desandar las calles mientras me paraba a hacer fotos. Mientras, nos contaba con tranquilidad todo lo que tenía que ver con la vida en Iquitos. Nos mostraba los productos más llamativos y nos explicaba cómo se cocinaban. Cómo se llamaban. Nos daba una clase magistral sobre su ciudad.

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Según se dice, el mercado de Belén es uno de los más fascinantes que existen. Tras pasar un par de horas husmeando entre sus puestos, puedo corroborarlo. Mis ojos se posaban sobre cada uno de los tenderetes. No había terminado de fijarme en el curioso mono que jugaba con una niña cuando mi atención era atrapada por la señora que convertía un inmenso lagarto en filetes. Gusanos gordos y blancos reposaban macerados con algún tipo de especia en un recipiente mientras que un anciano anunciaba ungüentos de todo tipo para curar todos los males. Las calles del mercado dedicadas a las hierbas medicinales me hechizaban. En un puesto, un niño dormía apaciblemente entre verduras. Ante mí sucedían innumerables escenas diferentes y no quería perderme ninguna. Qué cantidad de información que atrapar en la memoria.

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Nuestro recorrido acabó en un callejón estrecho del mercado. Mientras tomábamos un batido de frutas recién hecho que sabía a plátano y mango, Julio nos habló de su familia, de sus dos hijas pequeñas y de cómo es crecer en un lugar como Iquitos, rodeado de la selva más pura. Se sentía orgulloso de su tierra, en la que lleva toda su vida, y le encantaba compartir lo que conocía con los turistas que nos animábamos a llegar hasta este rinconcito del mundo. Apuramos el último trago del sabroso batido antes de acercarnos al malecón, desde donde, por cierto, no se veía ni un solo crucero con turistas –mi imaginación volvía a fallar-. Precisamente desde allí saldríamos en lancha hacia nuestro lodge. Una nueva etapa del viaje comenzaba, pero abandonábamos Iquitos con el mejor sabor de boca.

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Pensándolo bien, me alegro de que la Iquitos real fuera tal cual la conocimos. Que las ideas que tenía de ella a priori coincidieran en apenas dos detalles. Ahora tocaba comprobar cuánto se parecía la selva amazónica peruana a la construida en mi mente…

Y no sé por qué, pero me daba que poco o nada iba a tener que ver…