Buceando entre fotografías de papel, volví a recorrer el mundo.

Las últimas semanas las he dedicado a bucear entre fotografías antiguas y recuerdos. He sacado del fondo de mi armario una caja repleta de sobres con carretes enteros revelados en su interior. Imágenes que me han hecho volver a viajar a lugares en los que estuve hace muchos años, cuando aún era mi cámara réflex analógica la que me acompañaba. Recuerdo el dineral que se gastaban en aquella época mis padres para pagarme la impresión de todas esas fotos. Los 9 carretes con los que regresé de mi viaje por Egipto, por ejemplo, costaron lo suyo. Y los 7 que me traje de Cuba, también.

Al final me decidí a hacer una selección de ellas y escanearlas, para tenerlas de algún modo más presente. Encontré las de mi viaje a Irlanda con 19 años junto a mi amiga Esther. Las de los meses que viví en Londres cuando acabé la carrera. Las de cuando gracias al premio que gané con un reportaje a los 21 años me planté en Japón (tras este viaje ya me pasé al digital), y las de alguna que otra escapada puntual, como la primera vez que pisé Marruecos con mi amiga Miriam.

Y, de repente, aparecieron una serie de fotografías en blanco y negro que llamaron mi atención enseguida. Fue entonces cuando recordé… París.


He tenido la suerte de visitar la capital francesa en varias ocasiones. La primera de ellas fue cuando tenía 16 años. Aquella vez la recorrí acompañada por mis amigos del instituto. Se trató de nuestro viaje de fin de curso, justo el año antes de que nos presentáramos a selectividad, y la verdad es que todo lo que recuerde de aquellos días me hace dibujar una sonrisa en la cara. Quizás fue entonces cuando realmente descubrí la ciudad, visitando cada uno de los museos (D´Orsay, Louvre…), siempre acompañados por un guía que nos explicaba cada detalle, cada historia… Fuimos hasta Versalles para admirar sus elegantes estancias y jardines. Recorrimos el Sena en un barquito al anochecer. Paseamos por la Avenida de los Campos Elíseos, subimos a lo más alto de la Torre Eiffel, entramos en Notre Dame y en el Sacre Coeur. Anduvimos por las calles de Mont Martre, conocimos parte de la marcha nocturna y, como final del viaje, pasamos un día en Eurodisney.

Bien. Tras una semana en París podíamos decir que conocíamos lo básico e imprescindible de la ciudad. Habíamos visitado cada uno de sus monumentos más importantes y traía conmigo fotografías posando frente a los lugares más emblemáticos.

El Sacré Coeur, uno de los imprescindibles de París

La segunda vez que viajé a París, sin embargo, fue muy diferente. Por aquel entonces estaba pasando unos meses en Londres haciendo prácticas en una cadena de televisión británica especializada en deportes (Sky Sports, seguro que a muchos os suena). Un año antes, cuando aún estudiaba periodismo en Sevilla, había tenido una compañera de piso francesa que vivía en París. Así que en ese momento me animé y utilicé mis dos días y medio libres de una semana de noviembre para ir a visitarla. Era fácil, en menos de tres horas estaría con ella gracias al TGV, un tren de alta velocidad que une Londres y París en un abrir y cerrar de ojos. Sólo esas tres horas me separaban del reencuentro con aquella amiga.

Sin embargo, el plan que tenía para esos tres días no fue el esperado. Mi amiga tuvo varios problemas que le surgieron sobre la marcha, tuvo que pasar en casa de su pareja de entonces las dos noches que me quedé en París y, aunque la vi a ratos, prácticamente pasé mis tres días en la ciudad sola. Si soy sincera, he de decir que al principio la situación me entristeció bastante: las ganas que tenía de aquel reencuentro se habían desinflado de una manera fugaz. París es una ciudad muy bonita, con muchos rincones que descubrir y miles de calles y avenidas por las que pasear y disfrutar. Es una ciudad que invita a conocerla tranquilamente, sin prisas, aprovechando cada momento y sacándole el máximo jugo a la experiencia. Así que la primera mañana que desperté en la ciudad y me vi sola, me dije: ¡vamos allá! Cogí mi mochila, mi cámara, y salí a la calle a perderme por París.

Y fue entonces cuando París me dio esa segunda oportunidad: la de conocerla un poco más, adentrándome en su parte más oculta y dejando a un lado las postales más conocidas. Total, esa parte ya me la sabía (y además volvería a verlas en una tercera visita unos años más tarde).

Recuerdo que paseé y paseé. Hice caso a lo que París me pedía: me perdí y disfruté por sus calles y avenidas. La conocí tranquilamente, sin prisas, aprovechando cada momento y sacándole el máximo juego a la experiencia. Me paré frente a los pintores que inmortalizaban con sus pinceles la estampas más parisinas. Cogí fuerzas a base de crepes salados y dulces mientras un pianista amenizaba con su música cada bocado. Admiré las gárgolas de Notre Dame fijándome en cada uno de los detalles y me paré, simplemente, a ver la vida pasar en parques y bancos junto al Sena.

Escenas que quedan grabadas en la memoria. París, su gente y sus palomas.

En uno de esos parques me encontraba cuando me topé con una imagen que me paralizó. Se trataba de una escena cotidiana, sin nada que llamara la atención especialmente a los que pasaban por allí. A mí, sin embargo, me atrajo muchísimo. Una señora daba de comer a unas palomas que revoloteaban a su alrededor felices y hambrientas. Justo detrás, en segundo plano, había un hombre. Por su imagen estaba claro que el banco en el que estaba sentado era su hogar, y la bolsa que había junto a él sus únicas pertenencias. Al igual que la mujer, él también daba de comer a las palomas, que no dudaron en acercarse hasta posarse sobre sus piernas. Aunque el señor tenía una espesa barba, podía ver claramente que estaba sonriendo. Y eso me emocionó.

Es curioso, pero había olvidado por completo ese momento y sin embargo al ver la fotografía volví a revivir aquel instante. Y, de repente, me volví a ver a mí misma. Sentada en un banco de un parque cualquiera de París. Descubriendo cómo hay muchas maneras diferentes de disfrutar de la ciudad. Sabiendo que aquel viaje a París fue diferente. Y siendo consciente de que, las segundas partes, siempre fueron buenas.