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Hacía solo unos minutos Kira me había señalado una fotografía que colgaba de una de las salas. Su cara, con la expresión de horror dibujada en sus ojos, lo decía todo. La imagen había sido tomada en el 44 aproximadamente y mostraba una montaña de cuerpos sin vida. Cadáveres apilados esperando su turno. Guardando sin prisa el momento de su cremación.

Pero lo que me señalaba Kira no era eso. El horror que habíamos ido viendo durante nuestra visita casi nos había hecho inmunes a estas horripilantes estampas. Lo que señalaba era algo mucho más sutil: el denso humo que, sin que nadie se percatara apenas de ello, salía de la chimenea de ese horrible edificio.

Un humo que indicaba que los hornos del crematorio estaban funcionando en ese momento. Que decenas de cuerpos estaban siendo quemados. Que miles de ellos habían sido quemados ya y que, lamentablemente, otros muchos miles estarían aún por hacerlo.

Después de 4 horas visitando el campo de concentración de Dachau, a 13 kilómetros de Múnich, estábamos un poco consternadas. De cuánta barbarie ha sido responsable el ser humano a lo largo de la historia. Cuánta crueldad puede salir de nosotros. Qué de sangre inocente derramada y, sobre todo, qué vergüenza. Vergüenza por haber dejado que estas carnicerías ocurrieran. Por seguir dejando que lo hagan. Por volver la cara a un lado y hacer como que no somos conscientes.

Sentadas en un banco frente al crematorio, en silencio, ambas pensábamos en todo lo que habíamos visto durante aquel día. De vez en cuando hacíamos algún comentario. Kira, siendo alemana, decía que se trataba de algo que nadie debería de olvidar jamás. Que todos los alemanes deberían de visitar estos lugares cada ciertos años para ser conscientes. Para recordar. Para no dejar que estas barbaries ocurran nunca más.

De repente alcé la mirada y me quedé petrificada. De la chimenea del crematorio, exactamente la misma que habíamos visto en la fotografía, parecía salir un hilo de humo blanco. Un avión acababa de pasar y había dejado tras de sí una estela, posiblemente mucho más limpia y fina que el humo que expulsaba esa chimenea durante los años de gobierno nazi, pero que mi mente volara de nuevo a aquella fotografía que Kira me había señalado.

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Y entonces lo pensé.

Puede que el humo no saliera directamente de esa chimenea, pero sigue saliendo de otros muchos sitios. Puede que los nombres sean otros, también los países y los rasgos. Que las maneras de aniquilar sean diferentes. Que los cuerpos sin vida no aparezcan apilados junto a un crematorio, pero sí flotando en los mares o bajo los escombros provocados por inútiles guerras. Que las horribles muertes y asesinatos sigan sucediendo.

Y lo peor es que mientras, la gran mayoría de nosotros, seguimos mirando hacia otro lado.

Como lo hemos hecho siempre.

Como lo seguiremos haciendo siempre.

Entre 1933 y 1945 en Dachau fueron exterminados alrededor de 41.500 judíos. Esa cifra no incluye todos los que murieron por las pésimas condiciones en las que vivían. Los habitantes del pueblo de Dachau declararon no saber absolutamente nada de lo que había ocurrido durante 12 años en el interior del campo de concentración a pocos kilómetros de sus casas.