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El tren llega traqueteando, haciendo más ruido de lo normal en la estación. Llevo más de hora y media esperándolo, pero por fin está aquí. El billete, que solo me ha costado un dólar, aguarda en el bolsillo. Mientras avanza lentamente me acerco al andén. Me despido de los chiquillos con los que he jugado y bromeado hasta ahora, y en dos segundos ya estoy dentro.

Me siento junto a una de las ventanas y espero. El tren comienza a moverse. Lo hace sin prisas, como dejándose llevar por los raíles desvencijados que chirrían en cuanto tienen ocasión. Cualquiera podría subir de un salto sin necesidad de que parara. Mientras, la vida pasa. Dentro y fuera de mi vagón.

Chispea un poco y la lluvia se cuela por mi ventana. La dejo abierta, no quiero apartarme del mundo tras un cristal. Frente a mí, una monja budista permanece con los ojos cerrados. Vestida de rosa y con las piernas cruzadas descansa sobre el asiento de madera.

El tren para y varios hombres y mujeres suben cargados con cestas de verduras. Algunas las identifico. Otras, me son completamente desconocidas. Parece que vienen de un mercado. O quizás van hacia un mercado. Son comerciantes itinerantes en busca de clientes. Comienza a oler a fresco. Puede que sean las lechugas que reposan a mi lado.

Miro al exterior. La lluvia sigue cayendo, ahora con algo más de fuerza. Todos se mojan. Veo algún paraguas de color pasar. El suelo está embarrado y los pies de niños y mayores, en chanclas, se manchan al caminar. Los puestos de verduras también están fuera. Hay pequeños mercados por todas partes.

Dentro una mujer carga con un bebé en sus brazos. El bebé no llora, solo lo mira todo con los ojos bien abiertos. Asomo mi cabeza por la ventana y no soy la única. Hago fotos. Dentro y fuera de mi vagón. El tren para otra vez.

Me echo a un lado para dejar espacio a un señor mayor. Sube más gente. Mi vagón se llena durante unos minutos. Los sacos de verduras continúan amontonándose a un lado. Cada vez hay más. Cada vez huele más. Cada vez somos más en aquellos escasos metros cuadrados.

El tren para y me quedo prácticamente sola. Fuera los campos de cultivo se suceden. Estamos en los alrededores de Yangón. Las casas son pequeñas, hechas con todo tipo de materiales. Las antenas reposan sobre los tejados medio vencidos. Sigue lloviendo. Siguen mojándose.

Un joven se agarra a la escalera de salida y permanece ahí. Parece que vaya a saltar del tren en marcha, aunque no lo hace. El viento da en su cara, cierra los ojos. Sus manos, agrietadas, cuentan historias por sí solas. Quizás trabaje en el campo. Quizás en la construcción. Quizás uno de los montones de verduras sea suyo.

El tren continúa su camino. Y de repente, para. Me encuentro de nuevo en mi punto de partida. Han pasado tres horas. Muchas o pocas, no lo sé. Le he dado la vuelta a Yangón mientras que su tren me contaba historias. Historias con rostros y miradas diferentes.

Bajo del tren. Otros suben. El tren comienza a moverse.

Pero lo hace sin prisas, como dejándose llevar por los raíles desvencijados que chirrían en cuanto tienen ocasión…