Cuando salgo de la estación de autobuses de Chiang Rai, estoy algo confusa. Creo que he entendido bien todas las indicaciones que me ha dado la chica de la taquilla, aunque eso es mucho suponer. Aún así, confío. Regreso a mi albergue y, a primera hora de la mañana, me planto de nuevo en la estación con un destino claro: Mae Salong. 

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Al final no resulta ser tan complicado. A pesar de la barrera idiomática, los tailandeses se esfuerzan en ayudarme y logro montarme en el autobús correcto. Comienza la aventura. El conductor me avisará cuando tenga que bajarme en la parada que me corresponde: todo arreglado. Cuando eso ocurre me veo en medio en un cruce de carreteras, en un lugar indeterminado, sin tener mucha idea de dónde me encuentro y sin demasiadas posibilidades. Después de preguntar en una pequeña tienda hace su aparición un señor que podría definir como taxista. Entonces comienza el cachondeo. El regateo se alarga durante unos veinte minutos: al comienzo pide demasiado y ambos lo sabemos. Ahora se trata de jugar nuestras cartas lo mejor que podamos para llegar a un entendimiento. Finalmente, este llega.

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Mae Salong es un pequeño pueblo en la montaña, casi en la frontera con Myanmar y a hora y media de Chiang Rai. Cuando a principios de aquel año me propuse viajar a Asia sola, tenía en mente Sri Lanka. En mi mente jugaba con las bellas imágenes de los típicos campos de té creciendo a lo largo de las montañas. En ellas, las mujeres aparecían trabajando bajo el sol mientras recogían sus hojas. Cuando la cosa cambió y acabé pasando tres semanas en Tailandia, me propuse averiguar si existía algún rincón como aquel que idealizaba en mi cabeza en el país de la sonrisa. La sorpresa fue enorme: en efecto, al norte del país, podría encontrarlo.

Tras 45 minutos y muchas curvas, comienzan a aparecer. Al principio me siento un poco decepcionada. Hay campos de té, sí, inmensos y esparcidos por los enormes montes que recorremos. Se ven a lo lejos. Cientos. Miles. Las plantas llegan hasta allá donde mi vista no alcanza. Sin embargo, todo se ve solitario. ¿Dónde está la gente? Muchas de las hojas ya han sido recogidas y de la tierra, tan fértil por estos lares, solo sobresalen troncos esqueléticos y desnudos. 

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Le insisto al conductor: me gustaría ver algún campo donde estén trabajando. Querría ver de qué manera se realiza todo el proceso. ¿Sería posible? El señor, que a duras penas se entiende conmigo, niega con la cabeza. Vuelve a subirse al taxi y continúa el recorrido ascendente parando cada vez que ve un nuevo campo solitario.

En una de esas paradas veo a un par de trabajadores semi escondidos en el laberinto de plantas de té. Justo al lado se levantan las instalaciones de la empresa que administra esas tierras. Varias naves se disponen en un recinto cerrado y al aire libre. Junto a ellas, varios mostradores en los que catar el producto y donde los –también solitarios- dependientes me miran sin demasiada energía. La motivación parece que hoy está de descanso. Me acerco y pido un té.

Al dar media vuelta, las veo. Decenas de mujeres sentadas de manera aleatoria a la sombra de las enormes naves. Todas vestidas con enormes sombreros. En sus manos, pequeños cuencos con algo de arroz o fideos. Están el la hora del almuerzo.

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Mientras espero a ver qué ocurre cuando acaben de comer, doy un paseo por las instalaciones. En la azotea de una de las naves parece que hay movimiento: subo las escaleras con el permiso de uno de los encargados y me encuentro frente a enormes plásticos dispuestos en el suelo repletos de hojas de té recién recogidas. Un par de trabajadores las esparce con cuidado y esmero para dejarlas secar. Un trabajo mecánico y a la vez bonito. Mientras los observo desde una esquina, algo llama mi atención. Son las mujeres, que con sus coloridas camisas y sombreros, vuelven en fila india a los campos para continuar con su trabajo.

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No lo pienso dos veces y las sigo. Y lo hago durante varios cientos de metros. Mi conductor me espera pacientemente a lo lejos. De repente, comienzan a dispersarse por entre los diferentes niveles de uno de los campos de té y, con cesto colgado a la espalda incluido, comienzan la recolección.

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Ahí la tengo: esa estampa imaginada en mi cabeza unos meses antes muy lejos de aquí se reproduce ahora ante mis ojos. Y la imagen es mucho más bonita de lo que había podido imaginar. Las mujeres se mueven despacio, escogiendo cada una de las hojas de té con paciencia y esmero. A pesar de tratarse de un trabajo de campo, la delicadeza con la que mueven sus dedos entre las ramas es asombrosa. Son rápidas, pero a la vez suaves y amables con aquello que les da de comer.

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De repente, uno de los encargados se acerca a mí con una cesta. Entre risas y bromas, a pesar de no entendernos del todo, me insinúa si quiero probar. Me cuelgo la cesta a la espalda y me acerco a una de las mujeres, que sin quitar la sonrisa de su cara me enseña cómo debo de cortar las hojas. El sol aprieta bastante, hace un calor sofocante y allí, a campo abierto, lo bonito de la imagen se transforma en una tarea algo más dura de lo imaginado. Algunas utilizan pañuelos para protegerse del sol. Otras, sombreros de paja. Las más ingeniosas posan sobre sus cabezas pequeñas sombrillas multicolores. A pesar de las precauciones, pasar en esas condiciones gran parte del día no debe de ser fácil. El trabajo de esas mujeres merece todo mi respeto.

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Paso allí más de una hora. Me acerco a ellas, las observo, hago fotos. Intento no molestarlas. Cuando creo que es suficiente –aunque podría haberme quedado toda la mañana-, me despido mostrando mi agradecimiento y regreso en busca de mi taxista. Entonces encuentro una de las puertas de las naves entreabierta. Mi espíritu “explorador” me hace echar un ojo al interior y me topo con otro grupo de mujeres, esta vez sentadas en torno a diferentes mesas. Se trata de otro de los eslabones del proceso de producción de té: esta vez están seleccionando las hojas que les sirven, concentrándolas en pequeños montones y pesándolas. Mi curiosidad me puede una vez más: acabo entrando y sentándome con ellas para intentar, de alguna forma, interactuar.

Me alegro de que mi presencia no les incomode: en estas situaciones nunca se sabe, a veces puede resultar algo violento. Pero me encuentro con un escenario inesperado: parece que acabo convirtiéndome en el centro de atención de lo que hasta ahora había sido un día normal para ellas.

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Finalmente acabo por despedirme y, esta vez sí, salir de aquel lugar. Mi siguiente parada será el pequeño pueblo de Mae Salong, con sus calles en cuesta, sus diminutos negocios y su mezcla cultural.

Y es que Mae Salong es más China que Tailandia. Encontrándose en la frontera con el país vecino, durante mucho tiempo formó parte de la provincia de Yunnan. Es por eso por lo que aún hoy día la mayoría sus habitantes hablan en chino, se mantienen numerosos carteles informativos escritos en este idioma, y muchas de las tradiciones forman parte de la cultura del gran gigante asiático.

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Acercándome un poco más a su historia, puedo conocer que, cuando los primeros pobladores llegaron a estas tierras procedentes de China, continuaron empeñados en participar del negocio del opio, práctica muy extendida en su país de origen. Al tratarse de un pueblo de difícil acceso y perdido en las montañas, muchos de sus trapicheos pasaban inadvertidos para el gobierno tailandés. Además, su situación geográfica también influía en que la comunidad se mantuviera bastante apartada de la sociedad tailandesa durante años. Sin embargo, tras intensas negociaciones y varias décadas, el gobierno de Tailandia logró que los habitantes de Mae Salong cedieran en el comercio de opio y comenzó a impulsar, a cambio, el desarrollo del cultivo de té en sus campos.

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Paseo por lo que parece ser una calle principal y me topo con numerosos negocios dedicados al producto estrella. Salones de té, con sus pequeños bancos dispuestos frente a largas barras, esperan la llegada de clientes para ofrecerles el extenso catálogo de infusiones. Las estanterías traseras sostienen botes multicolores repletos de diversas variedades y las catas se ofrecen en casi cualquier lugar.

No consigo controlarme. Después de haber contemplado el proceso completo, debo de regresar con algo de té chino-tailandés a España. Y resulta que tanto “explorar” me ha abierto el apetito, así que me siento en el interior de un bar donde una señora que, por su cabello blanco, parece ya entrada en años, se afana en introducir los fideos con mejor pinta que he visto en mi vida en pequeñas bolsas de plástico. Los clientes son continuos: llegan, recogen su almuerzo y pagan constantemente. Pido probarlos y me los sirven en un bol junto a unos palillos. Efectivamente, el olor y la vista no me han engañado: están exquisitos.

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A falta de unos minutos para reencontrarme con mi taxista, doy un rápido paseo por lo que me queda por ver de este pequeño pueblo en las montañas. La vida es tranquila, silenciosa. La paz que se respira en este rincón a medio camino entre Tailandia y China es total. El silencio solo queda interrumpido por las risas y juegos de los niños que regresan del colegio. Cuando llega la hora de partir, me da pena no haberme planteado quedarme unos días. El sentirme aislada del mundo, en algún lugar entre estos dos grandes países, no hubiera estado mal del todo. 

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Me siento en la parte trasera de la pic up y comienzo el recorrido inverso. Las mismas curvas. Los mismos campos de té solitarios. Me despido de ellos mentalmente, en la distancia. Ahora los veo con otros ojos. Cuando vengo a darme cuenta, han desaparecido completamente de mi vista.

 

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