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Senegal es pequeña en tamaño, pero grande en espíritu. Y su espíritu, su esencia, atrapa. Atrapa mientras recorres sus cientos de kilómetros por carreteras repletas de baches. Atrapa cuando los golpes del djembé suenan y tu cuerpo comienza a moverse aún sin ser consciente de ello.

Te agarra, te envuelve y te emociona cuando ves lo que significa la vida desde otros ojos. Cuando compruebas cómo es aquí la auténtica infancia. Cuando las risas de los niños, los abrazos sinceros, los juegos inocentes son parte de su día a día, y comienzan a convertirse en parte del tuyo. Te atraviesa el alma cuando su gente te tiende la mano. Cuando te ofrece lo poco que tiene. Cuando compartes con ellos y ves cómo les inunda la más inmensa de las alegrías. 

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Elegí viajar a Senegal un poco por casualidad. Es cierto que llevaba muchos años en mi mente, uno de esos destinos pendientes a los que sabes seguro que algún día acabarás yendo. Pero no era el elegido para este año, no. Mis pensamientos volaban un poco más lejos, al sur de América o, por qué no, al Sudeste Asiático. Un cúmulo de coincidencias hicieron que me decidiera a viajar finalmente sola, y echando un ojo a destinos adaptables a mi presupuesto, apareció un vuelo que no estaba mal.

Unos días después, el que apareció fue Mamadou, con su español hablado de manera directa y clara, una fotografía en su perfil de Whattsap donde lo más llamativo eran sus rastas, y un interés sincero porque me animara a conocer su país. Aún sin apenas saber de él, Mamadou me pareció especial. Confié en él desde el primer momento, a pesar de encontrarse a muchos kilómetros de distancia. Confié hasta el punto de abandonar mi hasta ahora clásica forma de viajar, siempre por libre, y unirme a él y a otros españoles que viajarían a Senegal en la mismas fechas que yo. Hoy sé que tengo que agradecerle muchísimo. 

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Porque si no fuera por él no habría podido conocer un Senegal más allá de los estereotipos y clásicos. Sí, he podido visitar el famoso Lago Rosa, la antigua capital del país, Saint Louis, y me he refrescado en la cascada de Dindefelo. He visitado algunas aldeas del País Bassari y me he bañado en las cálidas aguas de Cap Skirring. Pero, sin él, el viaje no habría significado lo que ha sido.

Mamadou te ayuda a entender la realidad que en el África más necesitada se vive. Te da el pequeño empujoncito para adentrarte en sus historias y comprenderlas. Te explica, pacientemente, todo lo que necesitas saber. Pelea contra las desigualdades que se viven en su país y ayuda a los más necesitados. Se preocupa por los niños, por su futuro, y sus principios le mantienen en una lucha constante por lograr que los más pequeños de familias desfavorecidas, con algún problema familiar o alguna minusvalía física, logren seguir adelante, recibir el mismo trato que otros niños y poder acceder a algo tan básico como es la educación.

Pero no estoy escribiendo este artículo para hablar de la parte más triste, ni mucho menos. Porque, aunque existe, Senegal intenta alejarse por completo de esa imagen. La alegría que inunda a cada uno de sus habitantes, que se siente con solo caminar por sus calles, observar el día a día o escuchar su música, es la verdadera protagonista. Y como Senegal me ha transmitido tanto y sé que lo merece, aquí van todas esas razones por las que, si pudiera, mañana mismo volvería al conocido como el país de la “teranga”: el país de la hospitalidad.

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Por su gente 

No me canso de decirlo. Los senegaleses son gente abierta, afable, con ganas de conocerte, de hablar, de preguntar… y de sonreír. Porque comparten contigo lo poco que tienen sin pensarlo. Porque cuando eres tú el que les das, lo agradecen con el alma.

Es maravilloso cómo reciben al extranjero, su emoción cuando perciben que de verdad te interesas por su cultura. Que tú, europeo, has elegido entre todos los destinos del mundo viajar hasta su aldea, por muy recóndita o inaccesible que se encuentre, para conocerla. Cuando comprueban cómo disfrutas del gran contraste que descubres en ella.

Llama la atención cómo todo el mundo quiere darte la mano. Desde los más pequeños, que una vez la agarran no la sueltan, a los mayores. Quieren saludarte, tocarte. Aunque a veces ni siquiera intercambien una palabra contigo. Otras, sí que lo intentan, aunque el wolof que ellos hablan no sea comprensible para nosotros. No importa, una vez más, lo que cuenta es la intención.

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Por su historia

La historia de Senegal va de la mano a la de la trata de esclavos. Por eso comenzar a visitar el país por la isla de Gorée, puede ser una buena idea. Porque marcó para siempre el camino a seguir y porque absolutamente todo lo que hoy sucede en esta zona de África, está influido por lo ocurrido durante cuatro siglos de sometimiento. Hoy Senegal intenta luchar por despertar de aquella pesadilla que aún hace estragos en su espíritu. Y lo va consiguiendo.

Aunque es cierto que África perdona pero no olvida. Y los millones de esclavos que fueron enviados a América o perdieron sus vidas en la travesía están siempre presentes. La impuesta supremacía del colono europeo, que introdujo su sistema por las malas, permanece en la memoria. Seres vivos tratados como puro producto comercial que se vieron obligados a malvivir bajo unas condiciones infrahumanas antes de partir a su nuevo destino.

Es necesario acercarse al pasado y conocer bien lo que allí ocurrió. Algo fundamental para comprender el Senegal y el África de hoy día.

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Por sus paisajes

Solo con mirar por la ventanilla de la furgoneta en la que viajaba por el país, ya era como estar contemplando una película. El paisaje mutaba del gris al marrón, del marrón al azul y del azul al verde, para convertirse una vez más en gris. Es increíble cómo un país tan pequeño en extensión, con apenas 200.000 km2, puede esconder tantas postales diferentes.

El gris me lo dio la ciudad, con esa alta tasa de polución liberada sobre todo por el tráfico y la infinidad de coches que se mueven por sus calles, siempre repletas de atascos. Se notaba al respirar: un aire denso, sucio y húmedo que se pegaba al cuerpo. Pero eso también es África.

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El marrón llegó de la mano de las inmensas dunas del desierto de Lompoul, donde dormir bajo las estrellas fue uno de los mayores regalos del viaje. También lo encontré en el barro: aquel que se pegaba a mis botas en algunos momentos en los que la lluvia se convertía en la protagonista.

La cascada de Dindefelo y su agua turquesa fueron otra sorpresa. Los azules hicieron aquí por primera vez su aparición. Más tarde los volvería a encontrar en la inmensidad de las playas que bañan las costas senegalesas.

Casamance trajo el verde, la frondosidad y los paisajes repletos de bosques, arrozales y palmeras. Una imagen casi tropical que me hacía trasladarme mentalmente a algunas zonas del sureste de Asia o a Sudamérica.

Y luego estaban los atardeceres, esos tan típicos de África, repletos de colores imposibles.

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Por sus tradiciones

En Senegal he aprendido canciones que hablan de la vida de aquellos que trabajan en el campo. He bailado acompañada por los cantos de mujeres para celebrar la siembra en sus tierras. He presenciado cómo un hechicero realizaba un ritual ante un fetiche a petición de una madre preocupada por la salud de los suyos. 

He conocido historias mágicas. He sabido que los diola viven siguiendo las directrices de lo que la naturaleza les dicta. Que en el bosque están muchas de las respuestas a sus preguntas. Que las ceibas esconden muchos más secretos de los que uno puede imaginar… 

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He paseado por mercados abarrotados de corderos que esperaban a convertirse en protagonista de la cercana fiesta musulmana. He caminado por playas en las que los barcos de pesca llegaban puntuales creando un auténtica fiesta. Otras veces, eran los colores el centro de atención.

He saludado a la gente de muchas maneras diferentes, dependiendo de la región, de su dialecto. He aprendido que el reggae viene del sonido que provocaban los grilletes de los esclavos al caminar. 

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Por sus sonidos

El de los comerciantes del mercado Sandaga gritando a todo pulmón su producto. El de las máquinas de coser funcionando sin cesar en los talleres de costura. El de los balidos de los corderos, que lo mismo te saludan de día que te despiertan de noche. El de la llamada a la oración. El de lluvia cuando cae como si se tratara del fin del mundo. El de las olas rompiendo en la orilla de Cap Skirring. El de los timbales poniendo ritmo a la vida. El de las risas de los niños al jugar. El de los cláxones de los coches mientras tratan de avanzar por la ciudad. El del chapoteo de los pescados mientras saltan en la orilla tras haber sido capturados.

También el sonido de los cantos y de los bailes. El del ¡bonjour! de cada mañana y el ¡bonsoir! de todas las tardes. El de las calesas de caballos al pasear por St. Louis. El del Corán, leído en la calle y en alto por los niños.

Porque un nuevo lugar se conoce a través de los cinco sentidos: se palpa, se ve, se escucha… y todos son igual de importantes. Al partir, cada uno de ellos influirá en el recuerdo que quedará para siempre. 

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Por todo lo aprendido

Porque, aunque suene a tópico, Senegal me ha recordado que pocas cosas son necesarias para alcanzar la felicidad. Que llegar a conseguirla consiste más en las ganas que se tengan de llegar a ella. Que lo material está sobrevalorado, que demasiados elementos innecesarios se convierten en imprescindibles en nuestras vidas. 

Que no pasa nada por vivir sin conexión a internet durante días. Por asearte con cazos de agua fría sacados de una palangana. Por no tener acceso a baños occidentales y tener que hacer uso de los que se basan en un simple agujero en el suelo. Que se vive de mejor humor cuando uno sabe adaptarse a las circunstancias.

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Que allí los niños, son niños. Que juegan y se divierten en la calle, como hacíamos hace muchos, muchos años. Que quieren compartir. Que están en contacto directo con la naturaleza y que tienen muchos menos miedos. Que aún así, entienden la palabra “responsabilidad”, y apechugan desde pequeños. Que han aprendido a levantarse solos cuando caen, y es algo que llevarán consigo toda su vida.

Aunque muchas veces se crea lo contrario, África tiene muchas más cosas que enseñarnos de lo que podemos imaginar.

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Y sí, aunque tengo razones de sobra para volver, sé que podrían multiplicarse sin duda alguna: aún me quedan muchísimas más por descubrir.

Senegal es una caja de sorpresas que atrapa sin que apenas te des cuenta. Y no hay nada más bonito que dejarse envolver por las maravillas de un lugar. Y si es en este rinconcito de África, mucho mejor.

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Como ya habréis imaginado, os animo con todas mis fuerzas a que viajéis a conocer Senegal de la mano de Mamadou. Llegué a él gracias a la recomendación de una amiga, y así ocurre con la mayoría de los españoles que terminan viajando con él. El boca a boca es su gran aliado. Así que, como lo merece, por aquí os dejo su contacto. Estoy segura de que, si os animáis, no os arrepentiréis. Cualquier duda que tengáis, consultadme sin problema.

Guía de Senegal es su página web (pincha aquí). Ahí encontraréis la manera de poneros en contacto con Mamadou. 

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